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domingo, 6 de febrero de 2011

CUANTO MAS TE AGACHAS, MAS SE TE VE EL CULO

Envidias a aquellos hombres y mujeres que son capaces de mantenerse la distancia, con la ayuda de la palabra, a los hambrientos de cultura, groseros y burdos lacayos del buen estar.
Angel.
 


Hay días en que ya no aspiras en absoluto a que cambie el mundo -a estas alturas sabes que no hay más cera que la que arde- sino sólo a que ese mundo te dé por saco lo menos posible. A quedarte fuera, si puedes, o al margen, y que todo lo que te molesta o te importa un carajo, que son unas cuantas cosas, venga a rozarte lo imprescindible; como cuando, antiguamente, los duelistas a pistola se ponían de perfil para ofrecer menos blanco al adversario. Días en que envidias a aquellos capaces de mantenerse a distancia con la ayuda elegante de un florete honorable, de un libro, de una actitud o de una idea, en medio de tanto bellaco que viene a contarte sus batallas, a declamarte versos propios y ajenos, o a tirar mondas de naranja en mitad de la calle

Hoy fue uno de esos días de que les hablo, y empezó precisamente con las mondas de naranja. Conducía yo mi programita de radio, no sin quitar tiempo de mi vida, que es costosa, a precio de oro; cuando resbale con una monda de naranja, el tipo en cuestión me lo supuse con zapatillas de tenis sobre el salpicadero, pelando naranjas y se comía los gajos, deshaciéndose de las mondas por el método más natural y espontáneo: dejarlas caer a la calle. Lo miré, me miró, se volvió un poco a su compañero (o compañeros) como para comentarles… ¡qué estará mirando ese gilipollas!, y siguió tirando mondas como si tal cosa., a la espera de que yo, no pudiera ponerme en pie y así, jocosamente tomar posesión de mi emisión

Y ahora viene la pregunta. Los porqués. O la reflexión. A esa chusma que cruzó por mi vida en el breve espacio tiempo no hay forma de prohibirles que salgan a la calle, naturalmente. Tienen derecho a frecuentar lugares públicos, ir al cine, entrar en restaurantes, viajar en metro o en autobús. Tienen derecho a vivir. Tienen derecho a radiar. Y no sólo eso, sino que el mundo gira cada vez más en torno a ellos, se adapta a sus gustos y costumbres. Ellos pagan con el dinero de su trabajo, ellos mandan, ellos educan; hasta el punto de que, poco a poco, ese ellos termina convirtiéndose en nosotros. Con nuestras mondas de naranja y nuestros escupitajos y nuestros espatarres. Y en semejante panorama, mantener disciplinas, actitudes exteriores que reflejen y apoyen una actitud moral distinta, no sólo es un acto anticuado, inútil, sino socialmente peligroso. Sitúa a quien lo ejercita en la mala coyuntura de pasar por un reaccionario, por un tiquismiquis gruñón. Por un antiguo y un perfecto gilipollas.


Total… que nos pasamos siglos y siglos educando al ser humano, intentando no perjudicar a los demás, queriendo sentirnos relajados, con las piernas abiertas y al final, descubres que maldita la falta que nos hace, si total, esta gentuza, esta chusma social, siempre estará ligada a nuestra vida.

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